La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en todo el mundo unos 350 millones de personas tienen depresión y, que para el año 2030, esta condición será la que más gastos por discapacidad y pérdida de años de vida generará, superando a los accidentes, las guerras, el cáncer o los infartos.
En Chile, según la última Encuesta Nacional de Salud (ENS), el 17,2% de la población tiene depresión, una prevalencia más alta que el promedio mundial, de un 15%. A esto se suma el alto índice de suicidios, que en casos extremos es consecuencia de esta patología y que ha aumentado un 60% en los últimos 10 años, según un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que agrupa a 34 países , incluido Chile. Según cifras del Ministerio de Salud, en tanto, el año 2010 la tasa de suicidios por cada 100 mil habitantes era de 11,7%.
Otro estudio de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) señalaba que, para el período 2005-2009, Chile tenía una tasa de 11,68 suicidios por cada cien mil personas. Esta es una de las cifras más alta de la región, sólo superada por Uruguay que para ese mismo período registró una tasa de 16,04%.
Por esta razón, investigadores nacionales se plantearon como objetivo estudiar los fenómenos de la depresión y los suicidios para saber, entre otras cosas, si estamos los chilenos genéticamente mal programados para relacionarnos en un medio tan individualista como el actual.
Juan Pablo Jiménez, académico del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental Oriente de la Facultad de Medicina de la U. de Chile y miembro del Instituto Milenio de Investigación en Depresión y Personalidad es el líder de este estudio. A su juicio, la respuesta podría encontrarse en el cruce de variables genéticas y culturales que se dan en nuestro país.
“Nuestra hipótesis se basa en la teoría de la evolución. La especie humana se formó en la estepa africana, con grupos pequeños de personas en los que se aprendía todo lo necesario para vivir y en donde desarrollaban las habilidades sociales que caracterizan a la especie humana, relaciones afectivas e íntimas. La sociedad moderna, es mucho más competitiva e individualista, y la familia nuclear dio paso a una suerte de soledad a la que biológicamente no estamos preparados”, explica Jiménez.
La adaptación a estos cambios está regulado por el genoma, razón por la que en este estudio, que cuenta con el respaldo de Fondecyt, se realizarán también pruebas de sangre en busca de polimorfismos y marcadores genéticos que estén relacionados con lo social.
“Estudiaremos 800 estudiantes que representen el perfil de la población chilena. Les haremos test, entrevistas y exámenes de sangre para estudiar variables culturales y biológicas, si viven en un ambiente familiar más colectivista o más individualista, y cómo esto se relaciona con la depresión y el bienestar que expresen”, dice Jiménez.
Entre todos ellos, los investigadores esperan encontrar personas con polimorfismo sensible, es decir, individuos que genéticamente sean más vulnerables a los cambios del medio y por lo mismo, tengan un mayor riesgo de depresión o una mayor tendencia a la resiliencia (bienestar subjetivo), porque la sensibilidad al medio puede ser positiva o negativa.
“En el último tiempo se han generado cambios en la neurociencia. Se descubrió que hay una parte importante del cerebro, el cerebro social, que se desarrolla en base a un programa inicial, pero sólo si existe un ambiente humano, un apego temprano”, indica Jiménez.
Según este especialista, la lógica de la evolución debe ser considerada en la discusión país, porque se gasta mucho dinero en salud mental y en planes de prevención pero es probable que como sociedad, en la relación con los otros, no lo estemos haciendo bien y sea esto lo que provoque los altos índices de depresión y de suicidios.
En esta investigación participarán alumnos de la Universidad de la Frontera, del Desarrollo y de la Pontificia Universidad Católica de Chile
Fuente: La Tercera