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Suicidio y sufrimiento subjetivo en adolescentes

Experiencia

En ocasiones las manifestaciones del sufrimiento y el malestar de los/as adolescentes resultan ser una incógnita para quién los escucha o acompaña, sobre todo cuando intentan suicidarse. Habitualmente surgen sentimientos y afectos como: angustia, incomprensión, rabia, frustración y miedo, por mencionar sólo algunos. Pero por sobre todo, siempre queda la incesante pregunta: ¿por qué? Esa interrogación que nos confronta radicalmente con lo que queda fuera del sentido.

Según los estudios contemporáneos, la gran transformación en el “régimen del suicidio” es la inversión de la tasa de suicidios en base a las generaciones, es decir, se ha observado un incremento en las tasas de suicidio en poblaciones más jóvenes, cuando históricamente ocurría principalmente en adultos y adultos mayores. Se ha descrito que estos cambios en las tasas de suicidio, según la edad, podrían ser resultado de una redistribución del estatus social de la adolescencia, que refieren a un cambio selectivo y dinámico de los recursos y reconocimiento social. En términos estadísticos, por ejemplo en Chile se ha observado un brusco aumento del suicidio en el rango etario entre los 15 y 19 años, estimándose que nuestro país duplica la tasa de mortalidad juvenil por suicidio, comparado con otros países de Latinoamérica y el Caribe.

Por ello, resulta relevante preguntarse acerca de los cambios sociales que han afectado la vida y las experiencias adolescentes, que encuentran en el suicidio una forma para expresar estas transformaciones sociales.

¿Qué haces aquí, guapa? Si todavía no tienes edad para saber lo mala que es la vida… Está muy claro, doctor, que usted nunca ha sido una niña de trece años –dijo. (Las vírgenes suicidas, Jeffrey Eugenides)

Este diálogo entre la pequeña Cecilia y el doctor Armonson, se podría traducir como: usted adulto no sabe qué se siente tener trece años hoy y lo difícil que puede ser eso para una niña. Que todos y todas las adolescentes sufran, se sientan mal y visualicen en el suicidio una solución a su sufrimiento, no es una cuestión normativa y “propia de la edad”. En este sentido, es una mala señal minimizar el sufrimiento de un adolescente porque infantiliza y resta dignidad a las experiencias adolescentes.

La pubertad irrumpe, arrasa y produce una transformación importante: a nivel corporal, psicológico y social. El conocido “despertar” de la adolescencia impacta el mundo infantil, produciendo un quiebre respecto al desarrollo y la constitución subjetiva: la antigua autoridad parental comienza a ser cuestionada por nuevos ideales y referentes sociales; el cuerpo se convierte en la escena privilegiada para la exploración sexual; actuar comienza a ser un recurso mucho más útil que el hablar; y la incomprensión empieza a construir una brecha que distancia al adolescente del mundo adulto. Para algunos teóricos, el sufrimiento adolescente se podría describir como una errancia liminar, es decir, como una forma de actuar, errar y recorrer los límites (ni tan adulto, ni tan niño; ni tan maduro, ni tan inmaduro; ni completo hombre, ni completo mujer; ni por completo vivo, ni por completo muerto). La búsqueda del sentido y el sin sentido a estas nuevas apropiaciones, puede resultar una tarea intensa, compleja y, en ocasiones, estrepitosa.

El suicidio adolescente nos confronta directamente con el sentido y con aquello que queda por fuera del sentido. Muchas veces las causas, motivaciones y deseos permanecen como mensajes encriptados, aún a la espera de una decodificación. Muchas veces los motivos existenciales o caprichosos de la conducta autodestructiva, se ven traducidos en clave de “enfermedad psiquiátrica”: estudios señalan que casi el 90% de los y las adolescentes fallecidos por suicidio presentaron un Trastorno Depresivo. Pareciera que la medicalización del suicidio parece ser hoy la principal hipótesis comprensiva para dar sentido a este tipo de comportamiento.

El problema de esta fuerte correlación, es que el suicidio queda ligado a la presencia de una enfermedad y, de esta manera, se le resta valor al sufrimiento subjetivo subyacente. No todo quien se quiere matar, tiene una depresión; así como no todo aquel que tiene una depresión, se quiere matar. Eso no quiere decir que no haya sufrimiento psíquico.

La conducta suicida, como una de las formas que adopta el malestar o sufrimiento adolescente en nuestra época, requiere de espacios para alojar, reconocer y elaborar ese sufrimiento. Escuchar al adolescente y reconocerle su subjetividad, es una manera de validar su experiencia, sus gustos, su estilo, su música y sus pensamientos. Muchos y muchas adolescentes a veces describen situaciones como “sentirse aplastado/a”, “incomprendido/a”, “no escuchado/a” o, en ocasiones, sólo expresado a través de un trivial, pero no menos importante: “no me dejan ser”. Esto merece toda nuestra atención.

Al no encontrar un espacio para alojar su subjetividad, un/a adolescente se siente excluido y marginado del campo del otro (familiar, escolar, cultural y social) y habita un no/lugar. Es decir, se sitúa en un límite ambiguo y difuso entre lo individual y lo social. Ambigüedad crítica y sensible a la posibilidad de salir eyectado o de bascular hacia el exterior de la escena que nos mantiene unidos, enlazados unos con otros. Precisamente, en esos momentos críticos un/a adolescente es sensible a pasar al acto suicida; como una forma de transitar del sentido, para quedar fuera del sentido.

El rol de la escucha y acompañamiento a los y las adolescentes (ya sean sus padres, docentes, terapeutas, amistades) que experimentan sufrimiento, angustia y malestar subjetivo, es un asunto de suma relevancia. Se trata de amplificar la posibilidad para que un/a adolescente encuentre un lugar en donde alojar y desarrollar su subjetividad; que se sirva de dispositivos y plataformas para expresar y manifestar sus pensamientos, sus emociones y su corporalidad. Ahora bien, no se trata de producir sentidos en exceso, como una maquinaria irrefrenable. Se trata también de sostener y escuchar que la vida no siempre tiene sentido y que eso es normal.

Ahí hay una ética que promover y de lo cual, mucho que aprender.

Por: Francisco Ojeda. Psicólogo infanto-juvenil, Universidad Alberto Hurtado. Magister (c) Psicología Clínica Infanto Juvenil, Universidad de Chile.

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